Tres puntos que hay que saber
Así, pues, en vez de fuerza de voluntad hace falta conocimiento.
El conocimiento empieza por saber que el alcohol es dañino. Pero esto ya lo suele saber el alcohólico, porque lo ha experimentado en su propia carne. Lo que él desea es que le aclaremos el camino para apartarse de él.
Es muy frecuente que el alcohólico crea que, gracias a un tratamiento médico, va a ser capaz de poder beber moderadamente. Casi todos los alcohólicos desean seguir bebiendo, pero sin exceso. Y es necesario desengañarles desde un principio. La experiencia médica demuestra que un alcohólico es incapaz de beber moderadamente. Con una gran fuerza de voluntad, podrá aguantar unos pocos días, una semana, un mes bebiendo moderadamente. Pero el camino vertical de la fuerza de voluntad conduce a la caída en el abismo. Al cabo de días o de semanas de beber moderadamente, el alcohólico vuelve a beber en exceso, como antes, pero además carga con un nuevo fracaso que lo desmoraliza aún más.
Por lo tanto, ya tenemos un punto bien señalado: el alcohólico ha de saber que el único camino es dejar de beber del todo.
Otros enfermos, aún convencidos de esto, pretenden quitarse de beber poco a poco. ¡Engaños del alcohol otra vez! Este «poco a poco» que parece tan fácil es, en realidad, mucho más difícil: es imposible. El enfermo ignorante que emprende esta vía (también a base de fuerza de voluntad) se agota en su lucha cotidiana contra el hábito de beber. Cada día bebe, en efecto, un poquito menos que el anterior, hasta que, agotado por el terrible esfuerzo de subir a pulso, sus músculos ceden y cae al abismo: en este caso a desquitarse, mediante una borrachera fenomenal, de las angustias de lucha pasada. Y peor aún: confirma así su cómoda teoría de que él es incapaz de abandonar el alcohol y justifica así el seguir bebiendo.
Por lo tanto, ya tenemos señalado el segundo punto: el alcohólico debe saber que el único camino es dejar de beber de repente.
Por último, hay algunos enfermos que, sabiendo que han de dejar el alcohol del todo y de repente, abrigan la esperanza de curarse algún día y poder volver a beber con moderación en el porvenir. Pero ahora viene otra vez mi anterior ejemplo de las gafas. El alcoholismo propiamente dicho -la pérdida del control sobre la bebida- no se cura nunca. Queda, como si dijéramos, aletargado. Pero, en el momento en que el enfermo vuelva a probar una gota de alcohol, el demonio del alcoholismo se despierta. Es como si el miope, notando que ve bien, se creyera curado y tirara sus gafas. Se encontraría con la desagradable sorpresa de que sigue siendo miope. Lo mismo sucede a los alcohólicos cuando, después de varios años sin beber, vuelven a tomar una copa, un chato o una caña. Pronto tienen ocasión de comprobar, con mucho dolor en general, que siguen siendo igual de alcohólicos que antes.
Esta penosa comprobación puede ser rápida o lenta. A veces, el alcohólico que bebe después de una temporada de abstinencia siente de pronto tal ansia de alcohol que, inmediatamente después de la primera copa, sigue bebiendo hasta la embriaguez total. Pero lo corriente es que la recaída sea más solapada. Después de una temporada de no beber, el alcohólico, un día, creyéndose curado o pensando que la cosa no tiene importancia, se toma una caña de cerveza. Naturalmente, no le sucede nada de particular y se va a su casa convencido de que, de vez en cuando, se puede tomar una cerveza. Pronto se vuelve a presentar la ocasión, y cada vez lo hace con mayor frecuencia. Y poco a poco, el alcohólico retorna a sus viejos hábitos como si el tiempo no hubiera transcurrido.
Y éste es el tercer punto que ha de saber el alcohólico: es menester dejar el alcohol para siempre.
Para curarse, el alcohólico debe dejar de beber del todo, de repente y para siempre.
Si el enfermo se desengaña a estos tres respectos, o sea si sabe el modo de dejar de beber, lleva ganada la mitad del camino. Pero la otra mitad es dura: ¿Cómo cortar del todo y de repente con el alcohol?